Juan Pablo II pasará a la historia como el Pontífice que contribuyó decisivamente a la caída del comunismo, modelo político que conoció personalmente porque vivió en él durante más de tres décadas.
Desde su primera encíclica, la "Redemptor hominis", de 1979, y su primer documento social, el "Laborem exercens", de 1981, Karol Wojtyla comenzó una incesante labor de socavamiento del comunismo, al que criticó no desde la vertiente religiosa, como el ateísmo o la persecución de los cristianos, sino desde aspectos antropológicos y sociales, como sistema injusto que alienaba a la persona humana.
Fuertemente ligado a Polonia, el patriota Papa Wojtyla no se olvidó de ella tras ser elegido sucesor de San Pedro, y desde el Vaticano siguió muy de cerca los acontecimientos sociales de su país, impulsados por el sindicato libre Solidaridad, surgido en la ciudad de Gdansk y que contó desde el primer momento con el fuerte apoyo de la Iglesia y la solidaridad del Pontífice.
Solidaridad aglutinó al movimiento popular enfrentado al poder comunista. Los primeros años de la década de los 80 fueron muy difíciles para Polonia. El sindicato fue declarado ilegal, sus dirigentes perseguidos y se proclamó la ley marcial. El apoyo de la Iglesia y la intervención directa del Papa fueron vitales. En 1986 se puso fin a la ley marcial y fueron liberados los sindicalistas.
El 13 de junio de 1987 el por entonces líder polaco Wojciech Jaruzelski fue recibido por el Papa en el Vaticano, y ese mismo año Juan Pablo II regresó, por tercera vez, a su tierra. Según los observadores políticos, la visita de Jaruzelski al Vaticano y el acto de Gdansk marcaron el comienzo de la derrota del comunismo, primero en Polonia y luego en otros países.
El golpe definitivo vino en enero de 1989, cuando Solidaridad fue legalizado definitivamente y, en agosto de ese mismo año, cuando el católico Tadeusz Mazowiecki, que fue asesor del sindicato, llegó al poder, derrotando abrumadoramente a los comunistas.
Polonia fue la primera ficha del "efecto dominó". Su caída arrastró a Hungría, que abrió sus fronteras y sus ciudadanos huyeron a Austria; después a Alemania Oriental, cuyos ciudadanos también huyeron propiciando el 9 de noviembre de 1989 la caída del Muro de Berlín.
El 1 de diciembre de 1989, Mijail Gorbachov cruzó la plaza de San Pedro del Vaticano para un encuentro histórico con el Papa. Después cayeron los regímenes de Bulgaria, Checoslovaquia, Rumanía y ya en agosto de 1991 el de la URSS. El comunismo se había desplomado. Si Stalin en su día preguntó con desdén "¿cuantas divisiones tiene el Papa"?, el Pontífice tuvo, al menos, una de las llaves de la destrucción del imperio comunista.
Jaruzelski dijo del Papa que "es un eslavo que percibió mejor que otros las realidades de nuestra región, de nuestra historia". "Sería simplista decir que la Providencia provocó la caída del comunismo. Cayó por sí mismo, como consecuencia de sus propios errores y abusos. Cayó por sí mismo a causa de su propia e inherente debilidad", afirmaría años después el Pontífice en una charla con el escritor italiano Vittorio Messori.
El "triunfo de la libertad" quedó patente en 1996 durante el viaje que el Papa hizo a la Alemania unificada. Ante la Puerta de Brandeburgo hizo un apasionado llamamiento, afirmando que no existe libertad sin verdad, solidaridad y sacrificio. Dijo que la puerta había sido "pervertida" primero por el nazismo y después por el comunismo y en un "in crescendo" agregó: "no apaguéis el espíritu, mantened abierta esta puerta para vosotros y todo el mundo".
Sin embargo, a la ilusión por la caída del totalitarismo comunista, que propició también el restablecimiento de la libertad para la Iglesia en los países del centro y este europeo, siguió el desencanto del postcomunismo, como se resaltó en el II Sínodo especial de obispos para Europa celebrado en octubre de 1999 en el Vaticano.
Juan Pablo II vio este desencanto durante su viaje a Ucrania (2001), donde en diez años de independencia han abandonado el país dos millones de ucranianos, a la búsqueda de un mundo mejor en Occidente.
En estos años, Juan Pablo II no se cansó de denunciar los "cantos de sirena" del capitalismo agresivo, consumista y hedonista y mostró su preocupación por la progresiva descristianización del continente europeo. También condenó el recrudecimiento de los nacionalismos exacerbados en los Balcanes y durante la guerra de Kosovo y de Bosnia-Herzegovina se mostró a favor de la injerencia militar por motivos humanitarios para desarmar al agresor.
Además de la caída del Muro de Berlín, en estos 25 años de pontificado, Juan Pablo II también fue testigo, entre otras, de las dos guerras del Golfo Pérsico. En la primera el Vaticano pasó de mantener una postura neutral, con llamadas al diálogo, a condenar las operaciones militares de los aliados contra el régimen de Bagdad.
A la segunda contra Irak -de 2003- se opuso con todas sus fuerzas. Toda la Curia vaticana se movilizó contra la guerra, que el Vaticano consideró ilegal.
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